En su célebre Facundo, Sarmiento describe a Facundo Quiroga -que nada tiene que ver con el ex defensor de Newell's- como un hombre guiado por sus instintos salvajes, producto de sus tierras y de sus tiempos. Quiroga es la barbarie, irremediable, predestinada. Pero, según la visión de Sarmiento, los "Quiroga" no eran los principales enemigos de la República, sino Rosas, que representaba a Buenos Aires, la maldad premeditada, racional, que nace no del instinto y la pasión sino de una fría intención de subyugar y dominar.
¿Qué tiene que ver esto con el fútbol? Nada, justamente, porque tiene mucho que ver con las barrabravas. En otros tiempos se podía asociar ciertas características quiroguianas a estos grupos. El instinto, la pasión, el corazón, el amor desmedido por un equipo de fútbol. Estos ingredientes en exceso podían explicar en cierto modo los hechos de violencia, como una pelea con hinchas de otros equipos o parar un partido porque su equipo perdía por goleada. Se podía decir que era simplemente el folclore del fútbol argentino excediendo (ampliamente) los límites establecidos por cualquier sociedad civilizada.
Pero increíblemente esos hechos totalmente repudiables pueden ser recordados hasta con melancolía y romanticismo cuando vemos en qué se han convertido las barrabravas en la actualidad. De Quiroga se han transformando en Rosas. Nada en su accionar puede ser justificado en la calentura por una derrota, en el exceso de pasión. Por el contrario, es todo premeditado con inteligencia. Es mafia, crimen organizado, delincuencia de guante blanco amparada en la protección de dirigentes políticos, empresarios, policías, sindicalistas. Los que antes paraban un partido para frenar una goleada ahora lo paran porque no les dan entradas. No miran el partido, no les importa el resultado ni perjudicar a su equipo sino su propia subsistencia como parásitos del club. Y si sufren los descensos, es porque saben que las ganancias se les reducen.
Ya no hay combates entre barras de diferentes equipos. Ya no les interesa y no les reportan ningún beneficio, aunque deben mantener las apariencias. No tienen problemas en juntarse a hacer asados, o reunirse para lograr objetivos comunes, con fines corporativos. Muchos de ellos pertenecen al mismo tiempo a barras de distintos equipos, o son transferidos de un club a otro como si fueran pases de jugadores. Ser barra es toda una profesión. Ahora las peleas son internas: se matan por el poder, por los negocios.
Quedó muy lejos la cultura del aguante, de la épica de las batallas y de los trofeos robados. Quien diría que todas esas prácticas despreciables serían añoradas en comparación a este presente de profesionales del apriete y la violencia, cuya existencia no tiene justificación y deben ser por tanto extirpados como un tumor maligno para que el fútbol argentino no termine muriendo.
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